BARQUILLOS
Teatro en la intimidad de una casa.
CULTURAS
POR MARICARMEN ARNÓ


Son las cinco de la tarde. Calle céntrica de Villa Dolores. Pequeño patio, hall de entrada, puerta. Casa con la oscuridad del tiempo que pasó. Nos reciben los Chihuahuas. Dos. Es nuestra visita previa a una casa donde realizaremos una función de Teatro en Casa.
Dora y Diana son hermanas y viven solas desde hace unos meses atrás, cuando murió la madre. Están tomando mate con una amiga en el living de entrada. Silencio. Huelen a encierro y estancamiento.
Diana es ciega, pero no lo parece. O no me doy cuenta. Pienso que es tuerta. Su ojo derecho, muy abierto, derrama luz. El izquierdo está cerrado. Hay una sonrisa dibujada en sus labios. Siempre.
Dora está deprimida. Lo dice. No sale. No recibe amigos. Nada la entusiasma. Ofrece su casa para la función de teatro porque una amiga le insistió y la convenció.
Tengo la imperiosa necesidad de contarle todo lo que implica hacer el espectáculo allí: tiempos, invasión de espacios, cambios en el mobiliario, música, gente, etc. Mi intención es prevenirla, asustarla quizás. No se inmuta en lo más mínimo.
Les propongo ir a recorrer la casa, Elena y Gaby nos acompañan. El camino es el mismo que hará el público para entrar a la “sala”.
La habitación tiene dos camas individuales y varios objetos amontonados: escritorio, bancos, turbo, reloj, lámpara, changuito, soledad. Será el vestuario de Elena.
En la cocina, limpia, ordenada e impersonal, hay una mesada con arcada que da al sitio que nos ofrecen para la función. Accedemos a él a través de un pequeño lavadero oscuro y sin ventanas.
Es un patio cerrado. En uno de sus extremos un televisor antiguo lleno de cables sobre una tabla con caballetes, libros, una maceta vacía, papeles, un costurero. En el otro una máquina Singer antigua y ropa por doquier prolijamente doblada y guardada en lugares que no le corresponden: un freezer en desuso; el estante de una biblioteca; el escalón de una escalera que va a...
Definimos con Gaby el espacio para la escena. Me gusta esa escalera de fondo. Leo seguro que la usará para su accionar.
Nos despedimos, nos vamos y, en la vereda, les digo a mis compañeros: - “Un muy buen espacio para nuestra Canción de cuna… Podría ser la casa de Rosaura”.
El día de la función llegamos 2 horas antes para preparar todo, como de costumbre. Nos reciben Diana y los chihuahuas. Uno de ellos meó en el pasillo y pasamos con nuestros bártulos por encima de su meada. Creo que la pisamos también. No huele. Es un agüita nomás. Gaby entra el equipo de luces, Leo su valija y utilería, Elena sus bolsas con vestuario.
La casa tiene un olor suave y agradable. Entre masa recién cocida y tostadas. Dulzón.
Dora está en la cocina. Hace pequeñas bolitas con masa entre sus manos y las coloca, una a una, en un aparato que nunca había visto. Es una especie de sandwichera eléctrica, pero no. Las aplasta con la tapa del aparato, las bolitas se expanden, rebozan casi, se doran, sale un rico olor. Levanta la tapa y aparece una estructura bordada, delicada y crujiente. ¡Es un barquillo! Dora no lo agarra, lo acaricia y me mira con cara de “esta no te la esperabas, yo también soy una artista”. No. Sí. Los apila en un bello plato antiguo decorado. Hizo un montón.
El espacio está prolijamente ordenado y despejado. Vacío. Han quitado, sin olvidar ninguna, todas las cosas que pedimos.
Comenzamos la transformación: telas negras sobre las mesas, dos sillas negras, la urna mortuoria, un florero vacío, los candelabros, velas, una caja de fósforos, hojas secas en el suelo, veinte sillas para el público.
Leo improvisa en la escalera que, como pensé, le gustó. ¿A dónde va esa escalera? Con Gaby probamos luces. Mientras tanto Elena prepara su camarín en la habitación gris colmada de trastos y la llena de colores, maquillajes, perfumes. Se cambia.
Faltan treinta minutos para que comience la función. Hacemos, abrazados, nuestro ritual de Bella Ciao. Dora y Diana nos miran desde la cocina sin intervenir pero atentas. Para ellas el espectáculo ya comenzó.
Con música de sala, llegan los invitados. Amigos nuestros, vecinos de ellas. Dora, nerviosa, envía mensajes a la pedicura que se retrasa y, finalmente, no viene. Diana se sienta en segunda fila con un chihuahua a sus pies. - “Tiene que estar cerca porque, como no ve, escucha”, me dice Dora. Ella se ubica en una banqueta alta, cerca mío y de la puerta de salida, con el otro chihuahua en la falda. Comienza la función. Transcurre, con público atento y silencioso.
Rosaura Balbuena... Ya tenemos un pasado que podemos recordar. ¡Qué importa que lo estemos inventando!
Balbuena Lo importante es que en esos recuerdos estamos juntos.
Rosaura Lo importante es que no estamos solos.
Dora comienza a toser, trata de contenerse. No puede. Me mira. No la miro. El chihuahua se inquieta. Se retiran de la “sala”. Diana, desde su lugar, gira la cabeza hacia donde está, yéndose, su hermana. Como no ve, escucha.
Cuando termina la función, aplausos generosos. Diana se hace lugar entre el público y va a buscar a Dora. Vuelven, les agradezco por el cobijo en su casa y las invito a saludar con nosotros. Se resisten, pero vienen. - “Sin personas como ellas Teatro en Casa no existiría”. Aplausos para ellas.
El catafalco se transforma en mesa para los invitados. Bullicio. Risas. Abrazos. Aire. Salen las pastitas, el vino, el pan de masa madre, la limonada y los barquillos. Vuelan los barquillos. - “Les puse una pizca de sal, en vez de azúcar. Quedaron bien” dice Dora. Está contenta, no lo esconde. Diana, ciega, es su báculo.