CEREBRO Y CORAZÓN

Para comprendernos mejor debemos entender cómo somos la resultante de fuertes condicionamientos y de actitudes inconscientes que gatillamos todo el tiempo.

SALUD

POR NESTOR PALMETTI

Para comprendernos mejor debemos entender cómo somos la resultante de fuertes condicionamientos y de actitudes inconscientes que gatillamos todo el tiempo. A partir de esta toma de consciencia, conseguiremos reposicionar el rol de la mente y permitir el florecimiento de nuestra esencia.

Al nacer, el cerebro cuenta con una gran capacidad para descargar registros, comportamientos y creencias, los cuales se instalan en la mente subconsciente y quedan “protegidos” a prueba de borrados. No olvidemos que en la adultez, la mente consciente manejará el 5% de nuestras acciones (deseos, anhelos), mientras que el 95% restante estará en manos del “piloto automático” que representa la mente subconsciente. El cerebro humano se mueve en un campo de frecuencias que puede estudiarse con EEG (electroencefalogramas):

– Delta: 0,5 a 4 Hz – Sueño profundo

– Theta: 4 a 8 Hz – Imaginación, hipnosis, observación, imitación

– Alfa: 8 a 12 Hz – Relax en vigilia, creatividad

– Beta: 12 a 30 Hz – Atención plena, cerebro alerta, aprendizaje

– Gamma: más de 30 Hz – Alta concentración, meditación

En el primer año, el niño opera en Delta, porque necesita dormir y de ese modo permitir la multiplicación celular y el desarrollo biológico. Luego, hasta los 6 años predomina el estado Theta, que da lugar a fenómenos muy constatables. Por un lado este rango frecuencial promueve la plena cualidad imaginativa: el niño entrelaza realidad e imaginación, y lo vive con total certidumbre. Si hace de un palo una espada, vive la realidad de que tiene en su poder una espada verdadera. Por otro lado, el rango Theta promueve el estado hipnótico, que permite descargar información y grabarla directamente en la mente subconsciente. En esos años el niño es un “compulsivo descargador de aplicaciones” si nos permitimos un lenguaje metafórico asociado al manejo de los dispositivos móviles. Son programaciones de adaptación al condicionamiento ambiental, que marcarán su desarrollo futuro y su capacidad de “supervivencia” a su ambiente.

El niño descarga gran cantidad de información que necesita para sobrevivir a los desafíos del entorno, pero no tiene la capacidad de evaluar dicha data de manera consciente. La mente subconsciente del niño toma todo como “verdad absoluta”. Todo se almacena como bites de información en un ordenador, sin discriminar entre críticas, desvalorizaciones o halagos. Se estima que un 70% de esa información es negativa. De allí la trascendencia de todo lo que reciba el niño en estos primeros años. Y por cierto resultan claves las conductas que observa de sus padres y que imitará sin cuestionamientos, para bien o para mal. Alrededor del séptimo año comienza a operar en el rango Alfa, decrece la susceptibilidad hipnótica y se desarrolla más el aspecto creativo. Luego en torno a los 12 años activa el rango Beta, que lo lleva al fértil aprendizaje. Pero la clave está dada por lo que se graba en los primeros seis años, ya que luego el adulto responderá automáticamente al mandato de la mente subconsciente, pese a que la mente consciente anhele otra cosa. Reprogramar ese condicionamiento demandará mucha determinación. Por ello sucede generalmente que terminamos manifestando comportamientos similares a los de nuestros progenitores, pero conscientemente negamos parecernos a ellos, al tiempo que los demás sí que perciben esta similitud conductual. El famoso “sos igual que tu madre”.

Ahora volvamos al ejemplo del niño que le robaron el juguete. Ese niño creció y ahora tiene 40 años. Tal vez a este adulto no le robarán el juguete preferido (seguramente le «robarán» otras cosas o lo traicionarán); tampoco llorará frente al hecho (un “adulto no llora”, reaccionará diferente); y no tendrá quien lo consuele con un caramelito (se procurará otro tipo de recompensa para aliviar el dolor). Pero el esquema es el mismo: respuesta emocional inconsciente. Si comprendemos esto, podemos darnos cuenta de la matriz profunda de las adicciones. Los desafíos nos generan réplicas del plano emocional, que provocan inseguridad, impotencia, rencor, frustración, resentimiento, agobio, depresión, autoexigencia… Esto es algo cotidiano que nos genera un «dolor» emocional, que de algún modo necesitamos «anestesiar«. Y el alimento es lo que social y culturalmente tenemos más a mano, que usamos varias veces al día y que resulta «políticamente correcto«: te lo traen a casa, es legal, está bien visto y tiene que ver con el disfrute. Es preferible a otros «analgésicos» adictivos, mal vistos, con mala prensa o considerados ilegales: alcohol, tabaco, sexo, compras, tarjetas de crédito, trabajo a destajo, marihuana, cocaína… En cambio cuando comemos «algo rico» no nos estamos “drogando”, como quién aspira cocaína en un baño, sino que estamos «disfrutando la vida«. Demandamos y nos hacemos dependientes de un “bálsamo” que alivie el “sufrimiento cotidiano”. Y por ello ciertas frases como «Estoy mal y me como algo rico», «Me merezco un premio, una gratificación», «Si no me recompenso con estos placeres, ¿para qué vivo? ¿Para qué me sacrifico?», «Es la vida social», «Son las reuniones familiares». O sea, a la comida la convertimos en la «zanahoria« que hace mover al burro. Y ese «algo rico» siempre apunta a sustancias que nuestro orbifrontal reconoce y para las cuales tiene receptores: morfina (lácteos, trigo), benzodiacepinas (cereales, papa), betacarbolinas (proteína animal cocida)… Y la industria del consumo masivo juega sobre este contexto, profundizando la dependencia. Y así se refuerza el circuito adictivo; no importa a qué cosa. Si bien nadie se hace adicto a la zanahoria y el apio, la matriz es siempre la misma.

Es obvio que las cosas que pasaron en nuestra vida, en nuestra infancia y adolescencia, dejaron huellas profundas. Y para sobrevivir, lidiamos con ese dolor, ocultándolo en un plano subconsciente. Pero cada situación presente que nos dispara sufrimiento, frustración o angustia, provoca que el dolor vuelva a emerger. Y eso nos lleva a buscar un bálsamo calmante. Pero ¿es la solución “anestesiarse” cotidianamente? ¿O acaso intentar reprimir la necesidad de estos anestésicos? Obviamente no. Entonces ¿no será mejor pararnos un momento, ver dónde está ese dolor, quién lo percibe y quién es el que lo sufre? ¿La mente? ¿El ego? ¿El ser interior? A veces nos percibimos “buenos” y otras veces “malos”; separados, incoherentes, débiles, carentes, perversos, víctimas, llenos de fealdad y pecados, enojados, abatidos por la miseria, agobiados por la impotencia, en conflicto, frustrados, en franco deterioro… ¿Cómo se resuelve este mecanismo ancestral? ¿Reprimiendo? No, la represión no sirve, produce un efecto rebote. La solución pasa por comprender conscientemente esta matriz sufriente y adictiva, normalmente no reconocida ni tratada. Porque nuestro dolor, nuestra causa de sufrimiento, nuestra insatisfacción, nuestra angustia… no tienen una matriz consciente. Por tanto solo se trata de observar y comprender la escena. Percibir e integrar la verdadera realidad del ser interior que somos. Solo así se disolverá la matriz causal. Será el modo de recuperar la libertad, el orden, el poder interior.