CIUDAD Y NATURALEZA
Las crisis ambientales, energéticas y de agua, ya tan palpables y generalizadas en casi todo el mundo, deben hacernos pensar en un urgente cambio hacia otra ciudad posible, donde tomar ejemplo de cómo se solucionaron los problemas y las necesidades en los ecosistemas naturales puede abrir la puerta a su incorporación en la trama urbana como piezas sustanciales e insustituibles.
AMBIENTE
POR GERARDO CORIA


¿Qué tipo de bienes y servicios preferimos y alentamos que estén a nuestro alrededor? Alimentos, materiales para diversos usos, sustancias químicas que utilizamos cotidianamente, combustibles, transporte de cosas y personas con circulación de vehículos, emprendimientos que producen miles de mercancías y también generan empleo, y muchísimos otros tipos de servicios y de bienes. Todas necesidades cuya importancia en la vida de la mayoría de las personas puede ser muy diferente, pero que hoy son parte de los elementos básicos que se tienen en cuenta para definir el desarrollo de cualquier sociedad urbana. Por ejemplo, se considera central para que una ciudad crezca económicamente disponer de plantas de producción o procesamiento de distintos insumos, que además darían trabajo a los habitantes locales y fomentaría el movimiento comercial, o también se piensa que es un beneficio claro para todos tener a mano una estación de servicio que provea del combustible que los vehículos necesitan o acceder a un centro comercial para abastecerse de mercadería.
Costos y beneficios
Como pasa con toda actividad y toda intervención humana, obtener estos beneficios tiene sus ventajas y también sus costos, que no son sólo económicos sino también sociales, culturales y ambientales, y lograr un balance lo más equilibrado posible entre los factores positivos y negativos que intervienen depende en gran medida de la percepción y, especialmente, de la conciencia que una sociedad tenga sobre qué necesita y qué está dispuesta a “pagar” por eso. Le damos importancia a muchos servicios y recursos cuya manera de obtenerlos puede costarnos mucho esfuerzo en dinero y horas de trabajo, y que además puede tener efectos secundarios negativos: contaminación, desperdicio de energía o agua, peligro para la vida o degradación del ambiente en diversas formas, pérdida de usos y tradiciones, pero lo hacemos porque consideramos que son necesarios, porque vemos o creemos ver alguna utilidad y aceptamos el riesgo. En relación a esto y como ejemplos extremos pero muy claros, los lamentables casos de la explosión, en 2014, de una planta química en pleno barrio Alta Córdoba de la ciudad capital de la provincia, o el ocurrido más lejos en el tiempo en la Fábrica Militar de la ciudad de Río III, nos hablan directamente de esa aceptación -conciente o no- de ciertos riesgos para nuestras pertenencias, nuestra salud o incluso nuestra vida con tal de favorecer la cercanía de recursos y servicios que creemos esenciales. En apariencia, se juzga socialmente que las posibilidades de daño están dentro de lo tolerable.
Los ecosistemas también aportan
Sin embargo, existen otros servicios y bienes que aún no están suficientemente valorados o directamente son ignorados en la sociedad urbana y que siguen quedando fuera de las decisiones prioritarias de los planes de desarrollo, o se les da un papel secundario y postergable ante otras necesidades más “urgentes”. Entre ellos, se encuentran algunos de los beneficios más importantes e indispensables que nos aportan los ecosistemas naturales: regulación de variables climáticas (humedad, vientos, temperatura); uso eficiente del agua; formación, protección y recuperación de suelo; filtración de polvo en suspensión y de ruidos; conservación de la biodiversidad; preservación de la identidad regional; control natural de plagas y enfermedades originadas por desequilibrios ambientales; material educativo y de investigación científica; recreación y aportes a la salud; especies de utilidad medicinal y alimenticia. En las ciudades, sólo en contadas oportunidades son tenidos en cuenta algunos de todos estos “regalos” de los ambientes naturales, y se lo hace de forma siempre fragmentaria, no reconociéndolos como parte y resultado de un sistema (los árboles, por ejemplo, son utilizados normalmente en las ciudades por sus evidentes ventajas, pero se los considera de forma aislada, no como parte de un sistema-bosque), desaprovechando así muchos otros beneficios que son producto de la complejidad en estructura y funcionamiento de esos ambientes y no se dan si sólo utilizamos sus partes disociadas.
La Naturaleza lo pensó antes
El habitante urbano quiere vivir en un lugar donde nada lo amenace y donde obtenga fácilmente y rápido todo lo que cree necesario. Quiere controlar su entorno. Pero al decidir las acciones para lograr ese objetivo (por otro lado, cada vez más controvertido) no considera la inmensa cantidad de variables y la diversidad enorme de relaciones entre ellas que intervienen en los ambientes naturales, ambientes que ya estaban conformados y funcionaban autónomamente en equilibrio desde mucho antes y como resultado de millones de años de evolución. Las ventajas de ese equilibrio natural ya establecido podrían aprovecharse mucho mejor si en la planificación de las ciudades se incluyeran conocimientos de la ciencia ecológica y su aplicación, criterios de conservación de ecosistemas nativos y uso de la vegetación natural en distintos ámbitos, porque muchos de los bienes y servicios necesarios en la vida urbana pueden ser obtenidos sencillamente respetando los ambientes autóctonos, que deberían ser considerados como parte del sistema urbano. Y existe un importante agregado: esos millones de años de ajustes que la Naturaleza realizó nos garantizan un balance casi perfecto entre costo y beneficio, reduciendo también drásticamente los riesgos y las consecuencias no deseadas, minimizando el gasto energético, y contribuyendo efectivamente a la sustentabilidad urbana. Muy alejado de los métodos y soluciones artificiales que estamos acostumbrados a aplicar.
Desconocer cómo funcionan los sistemas naturales -en los cuales en definitiva se insertan las ciudades y de los que éstas dependen totalmente- lleva a realizar una simplificación excesiva del medio, que no resulta gratuita sino que produce constantes y graves trastornos para los que allí viven, como la elevación de la temperatura, la contaminación atmosférica y sonora, la degradación de las aguas, la aparición e incremento de plagas, las enfermedades físicas y mentales, la pérdida de especies valiosas, la impermeabilización del suelo, los paisajes degradados y desagradables, entre muchos otros. Estos efectos negativos parecen asumirse como si fueran una inevitable consecuencia, un precio indiscutible a pagar por habitar la ciudad, con la insistencia además en el intento de paliarlos recurriendo a todo tipo de aparatos consumidores de energía (acondicionadores de ambiente, regadores, cortadoras, etc.), o en invertir tiempo, dinero y esfuerzo en diversas intervenciones con el fin de reemplazar los servicios naturales que, paradójicamente, antes se han eliminado: techos o cobertores para dar sombra donde se sacaron árboles; plantas exóticas con mayores exigencias en lugar de nativas mejor adaptadas; parques y jardines esquemáticos, pobres en biodiversidad y dependientes de riego artificial; venenos contra pestes autogeneradas; desagües y tuberías para evitar inundaciones debidas al aumento de superficies cubiertas con cemento. Una actitud basada en costumbres y prejuicios, en la ignorancia y en una buena dosis de soberbia antropocéntrica, que se niega a fluir con la “sabiduría” natural, asentada en eones de experiencia.
Las crisis ambientales, energéticas y de agua, ya tan palpables y generalizadas en casi todo el mundo, deben hacernos pensar en un urgente cambio hacia otra ciudad posible, donde tomar ejemplo de cómo se solucionaron los problemas y las necesidades en los ecosistemas naturales puede abrir la puerta a su incorporación en la trama urbana como piezas sustanciales e insustituibles. Bajar los costos y los riesgos en la obtención de bienes y servicios, elevar la calidad de éstos y hasta darles su verdadero valor, podría tener que ver ya no con el cumplimiento de ese mandato tan rígido y antinatural de “luchar con la naturaleza y sacarle lo necesario con el sudor de la frente”, sino más bien con observar, aprender y “dejar que la naturaleza trabaje tranquila”.