EL CÁNCER DE LAS CIVILIZACIONES

A todas luces la civilización urbana no conduce a la felicidad, más bien engendra sentimientos profundamente arraigados de malestar, incluso de desesperación y pobreza en medio de la abundancia.

ECONOMÍA

POR TOMÁS ASTELARRA

Con la instrucción de Aristóteles y un poderoso ejército bien entrenado, con la razón y la fuerza a su favor, creyendo su cultura griega superior y por ende salvación para los salvajes, Alejandro descubrió que el mundo era infinito. Se murió de una maldita peste a los 32 años.

A la mitad de su corta vida, con admiración, el poderoso Alejandro le pidió al linyera Diógenes que le solicitara un favor. Sostuvo que él podía darle todo aquello que el estoico filósofo deseara. El estoico filósofo le pidió cínicamente que por favor se corriera del frente suyo, de la frente suya, ya que el poderoso emperador, le estaba tapando el sol. La cigarra del espíritu riéndose de la hormiga de la materia.

Dicen también que los soldados griegos de Alejandro comenzaron a ver con escepticismo cómo, a medida que se ensanchaban y alejaban los territorios de su Imperio, su líder, poco a poco, iba dejando su cultura griega para adoptar ciencias y formas místicas de los pueblos que creía dominar por ser inferiores. No quedaba claro quiénes eran los salvajes.

Más o menos por ahí, en una milésima de segundo, si se toma en cuenta la edad de la Madre Tierra, los egipcios construyeron grandes pirámides, los hindúes se organizaron en castas, los chinos inventaban la Astronomía y el I Ching, los árabes los números y las matemáticas. Tarde o temprano, todos terminarían matándose. Como niñes peleándose por un juguete. Y aún los ganadores tendrían su sentencia.

Se pregunta la econfeminista María Mies en su artículo El dilema del Hombre Blanco: su búsqueda de lo que ha destruido: “¿Qué está pasando entonces? Personas que ensalzan su propia civilización y el sometimiento y el control de la Naturaleza, prefieren pasar su tiempo de asueto lejos de esas hermosas ciudades modernas. ¿Por qué? ¿A qué viene esa nostalgia, esa búsqueda de la Naturaleza sobre la que la civilización aún no ha posado su mano? ¿Cabe la posibilidad de que la civilización blanca, el apogeo de la modernidad, haya resultado en el fondo ser un “desierto remozado?”.

A todas luces la civilización urbana no conduce a la felicidad, más bien engendra sentimientos profundamente arraigados de malestar, incluso de desesperación y pobreza en medio de la abundancia. Y parece ser que, cuantos más artículos de consumo se van amontonando en las estanterías de los supermercados, más profundos son el malestar y el deseo soterrado de algún elemento básico ausente. Sin él resulta imposible tener sensación de plenitud”. Necesidades infinitas sobre recursos escasos. La ecuación inversa al de las pueblas originarias o neorurales y su Cuidado de la Madre Tierra o Casa Común.

Vuelve a preguntarse Abdullah Ocalan: “¿Cómo es posible que la mercancía y el valor de cambio se hayan convertido en los nuevos dioses que reinan sobre la sociedad, cuando inicialmente eran despreciados por todos?¿Como fue posible que un pequeño grupo de reyes antiguos se alzara sobre pueblos, vestidos con ricos ropajes en sus castillo y palacios, cuando su población, inmensamente más numerosa, prácticamente iba desnuda?¿Cómo es posible que a pesar de todo su cientificismo, su poder y su riqueza material, bajo este sistema, con su medio ambiente y su estructura interna, hallan comunidades que perecen debido a muertes y enfermedades que ni el más pobre o ignorante podría causar?”

Puestos en la carrera por el privilegio material e individual, los hombres comenzaron a despreciar a la naturaleza y la comunidad. Las mujeres, muchas veces, en su pacto raíz con la vida, fueron un obstáculo. También sus niñes, que a veces sobraron como futura fuente material del trabajo. Una palabra, trabajo, etimológicamente heredera del viejo sistema de tortura y explotación de la cultura imperial romana. La certeza reemplazó la duda y la admiración. La respuesta no fue de la naturaleza sino de aquel que supiera imponerla. Pero esas respuestas, como ciertas mentiras, tienen patas cortas.

Como diría algún día un tal Hegel, la historia de las civilizaciones es una “ceremonia de sangrientos mataderos”. Algunos dioses o culturas reemplazaron a otras. La religión, tras la debacle civilizatoria de la Edad Media, se convirtió en razón, en ciencia. Los reyes dejaron de expresar la voluntad divina para lentamente irse transformando en un gasto superfluo, un gesto genuflexo, de los Estados modernos. La empresa privada y multinacional, sustentada en la fantasía teórica de la economía neoliberal, dominó esos Estados. Con su estadística y su publicidad, dominó los ejércitos y el consumo, los gobiernos y las redes sociales. Crecieron las necesidades infinitas. Y fueron más escasos los recursos.

Aún ese afortunado club de privilegiados con la sartén por el mango, al detenerse un momento sobre el final de sus vidas, vieron la sartén vacía.