HACER LLOVER ESPERANZA

Ese día nuestro hijo, el pequeño, despertó con una certeza. Ese día harían llover.

CULTURAS

POR JULIO HERNÁNDEZ

Ese día nuestro hijo, el pequeño, despertó con una certeza. Ese día harían llover.

Meses llevaba sin llover en todo el Valle de Traslasierra.

¡Meses!

¡De los bien largos!

La noche anterior, ya en la cama, su abuela le había contado un cuento donde le nombraba sobre “el ciclo del agua”.

Llueve, le decía, porque el agua se evapora. Se forman las nubes, y vuelve a caer desde el cielo.

Y le contaba que el agua se evaporaba al calentarse.

Entonces, el pequeño, comenzó a recordar todas las veces que había visto el agua evaporarse. Cuando hervía una pava para el mate, cuando cocinaban la sopa o el guiso, y así. Y también recordó otras situaciones que le llamaron poderosamente su atención. Como cuando veía el agua desaparecer del bebedero del perro o de las gallinas. Y no era sólo porque la tomaban. No. Pasaba algo más. El agua desaparecía porque se evaporaba. Y se evaporaba porque la calentaba el sol.

El sol calienta! pensaba. Y, si era así, toda superficie con agua que tocara el sol se evaporaría.

Pensó en el dique de la viña como una gran olla de sopa hirviendo.

Tenía que llover.

Pero, evidentemente, no era suficiente.

Había que ayudar al sol y al agua a evaporarse.

“¿De qué manera podría ser?” se preguntaba.

Esa mañana, mientras tomaba un vaso de agua sentado entre las piedras del patio de la casa, se derramó un poco de agua sobre una de ellas. Y el agua, literalmente, desapareció.

Se evaporó por completo.

Tocó la piedra con su mano, y notó que estaba caliente. ¡Muy caliente! Era una piedra ¡caliente por el sol!

Entonces tuvo una genial idea: para hacer llover debían mojar las piedras calientes por el sol.

Corriendo salió por el patio de la casa hacia la calle.

“¿A dónde vas?” le gritó su mamá desde la desde la cocina.

“¡Ya vengo ma! hoy va a llover”.

Y corrió, y corrió. Pasó por todas las casas vecinas buscando a sus amiguitos y amiguitas del barrio.

“¡Vengan! ¡Vamos! ¡Hoy vamos a hacer llover!”

Y les contó sobre el agua, las nubes, su abuela, la lluvia y su genial idea que no podía fallar.

Fueron hacia el arroyo Las Rabonas muy cerquita de sus casas donde una gran olla de agua les esperaba.

Llegaron, se metieron y se pusieron a jugar y chapotear.

Comenzaron a mojar todas las piedras calientes por el sol.

Las mojaban. El agua se evaporaba. Y las volvían a mojar. Una a una. Una y otra, y otra vez.

Así lo hicieron durante horas, con la certeza de que ese día llovería.

Luego, ya sin fuerzas, volvieron a sus casas a reposar.

Por la noche, ya en la cama, mientras su abuela le contaba un cuento, sintió las primeras gotas sobre el techo de la casa. Cerró entonces los ojos y pudo descansar.

Nunca podremos saber si ese día llovió porque ya le toca al cielo. Porque dejaron llover. O si fue por haber mojado las piedras calientes por el sol. Pero lo que sí podemos saber, la certeza que tenemos es la de nunca dejar de creer ni de crear. Tenemos la certeza de nunca perder la ilusión. Y la certeza de nuestro hacer. De nuestro pequeño hacer cotidiano que pueda embellecer este mundo que tanto queremos.