LA FIESTA DEL QUE SE VAYAN TODOS

EDITORIAL

POR COMECHINGONES MULTIMEDIOS

Hablar de democracia en la Argentina no es cómodo. Obliga a hacerse cargo. Porque cada vez que alguien levanta esa palabra, hay otro que la vacía, la tuerce o la usa como escudo para justificar el látigo. Democracia no es votar. Es un modo de vivir entre otros sin devorarlos.

Y ese modo está siendo asediado.

Asediado por discursos que piden mano dura, pero que en el fondo sueñan con una sociedad sumisa. Por formas nuevas del viejo autoritarismo, que ahora se visten de eficiencia, de mérito, de libertad entendida como el derecho a pisar al que está en el suelo.

Según el último informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina, más del 55% de las niñas y niños viven en hogares por debajo de la línea de pobreza. Pero en lugar de debatir cómo revertir esa tragedia, se repite que “nadie te regala nada” y que la culpa es del que no llega.

Mientras tanto, el 10% más rico del país concentra el 32% del ingreso total, y el 40% más pobre apenas accede al 13%. La desigualdad no es una abstracción: es una forma de violencia que se normaliza, se invisibiliza y hasta se justifica.

Se empuja a las mayorías a endurecerse, a desconfiar del dolor ajeno, a creer que la empatía es un lujo de tibios.

Se instala la idea de que hay que volverse frío, rápido, despiadado. Que ser buena persona es una trampa, una distracción, una ingenuidad. Que hay que cortar vínculos, competir y ganar. En paralelo, los discursos de odio en redes crecieron un 40% solo el último año, dirigidos mayormente contra personas en situación de vulnerabilidad, según un informe del CONICET. No son sólo palabras. Son climas que se vuelven leyes, y leyes que se vuelven castigos.

Y cuando el Estado también endurece su gesto, los cuerpos lo sienten: más de 250 denuncias graves por violencia institucional se registraron en 2024, muchas en operativos realizados en barrios populares. Todo se encamina hacia una pedagogía de la crueldad.

Pero quizás es al revés. Quizás esa incomodidad, ese nudo en la garganta frente a la injusticia, sea el último rastro de humanidad en un sistema que quiere convertirnos en consumidores de indiferencia.

En Imaginá! creemos en seguir contando lo que duele. En defender la palabra, incluso cuando molesta. En hacer lugar para las voces pequeñas, para las historias que el algoritmo no prioriza, para el otro que resiste al olvido. De eso se trata Imaginá! sostener la ternura como acto político en la previa de la fiesta del que se vayan todos.