LAS VISITAS
CULTURAS
POR PABLO LÓPEZ


Nunca conocí unas olas tan grandes como las de aquella playa. El viento se mezclaba con la arena salvajemente y murmuraba cosas que no había escuchado. El olor a eucaliptus que hipnotizaba venía de aquel bosque contiguo, de árboles milenarios e historias desparramadas. Sus hojas repartidas por el suelo marcaban los caminos y uno de ellos conducía directamente hacia aquella casa: El Búho. Casa que marcó mi infancia, refugio eterno de mis abuelos mezclados de tanta guerra y exilio. Y adentro de ella cientos de ellos, chiquitos, enormes, deformados, invisibles, oscuros, sinvergüenzas; hechos desde pequeños pedazos de galletitas hasta el vidrio más exclusivo de la Gran Europa. El los coleccionaba metódicamente y sabía increíblemente la historia de cada uno. Algunos hasta tenían nombre y los que no te compartían invariablemente la mirada con complicidad. Si llegaba alguien de visita siempre venía con un búho entre las manos para esa colección. Algunas veces cuando mi abuela dormía la siesta, y mi abuelo iba a juntar algo de leña al bosque para calefaccionarse, yo me quedaba inmóvil, sentado en un gran sillón, mirándolos, y viendo si podía sacarles la misma sonrisa que ellos me sacaban a mí.
Una noche volvíamos de comer de algún lugar que no recuerdo y al acercarnos a la puerta de la casa un enorme chillido nos sorprendió. Rápidamente miramos hacia el lugar de donde venía, el gran techo de aquella casa y sobre la chimenea con mirada desafiante y amigo, allí estaba él. ¿Cómo distinguir la realidad de un sueño? ¿La fantasía de la esperanza? Ese búho era enorme, incomprensible, casi albino reluciendo en las fronteras de la noche. Un regalo de quien sabe que deidad para mi abuelo, un abrir el corazón. Fueron compinches durante muchos años, cuando mi abuelo llegaba salía a recibirlo; él lo alimentaba en la boca siempre a la misma hora, con unos guantes rasgados por si las dudas lo picara. Y parecía que toda la vida los dos siempre habían estado allí.
La historia siempre emociona y perturba, pero simplemente un día desapareció. Mi abuelo era muy duro y la tristeza costaba expresarse. Pero lentamente las cosas volvieron a ser las de antes. Cada búho de adentro de aquella casa era una feliz compañía para quienes la habitábamos, aún a cuentagotas.
Los días eran pura risa, a las tardes las enamoraba el juego, y por las noches nos era imposible no mirar hacia arriba, esperando aquel chillido compañero que nunca más llegaría.