LOS CHANTAS DEL APOCALIPSIS
Con el nacimiento de la agricultura, las civilizaciones crecieron como diques desmedidos que empezaron a chocarse. Y ante la certeza y el descuido de la vida, el otro, fue el enemigo.
ECONOMÍA
POR TOMÁS ASTELARRA


Dice el líder kurdo Abdullah Ocalán en su libro Los Orígenes de la Civilización que, hace unos 12 mil años, con la conformación de la sociedad de agricultores en la media luna fértil entre el Tigris y el Eufrates, nacieron los sacerdotes, los reyes y los empresarios, las pircas, los alambrados, la acumulación más allá del pan, los tesoros individuales, la jerarquía basada en el miedo o conveniencia, la vida sedentaria. De una economía del regalo y el retorno inmediato a una economía de la transacción y el retorno retardado. Porque empezamos a acumular el grano. Y dejamos de ver la espiritualidad en la tierra para verla en el cielo y construir significado prácticamente de todo, hasta de la muerte (que hasta ese entonces era algo tan natural como el nacimiento).
Recogiendo el alimento de la tierra, dejamos de recoger la espiritualidad del cielo. Comenzamos a creer que éramos nosotros los destinatarios de interpretar o dictar esa espiritualidad. Ese nosotros se fue achicando para concentrarse en aquellos que decían interpretar ese cielo. Aquellos a quienes nosotras le dimos el poder de interpretar el cielo. Crear nuestros propios dioses y destinos. Un destino al que pudimos forjar como un herrero la azada o la lanza. Herramientas que se utilizaron para cultivar y defender, pero también para matar, naturaleza y humanidad. La naturaleza teniendo una experiencia humana. Porque como dice mi amigo el sociólogo boliviano Jorge Viaña: “El problema no es de la herramienta sino de la ética. Un martillo sirve para construir uno más o matar una persona”. Aquella economía del cuidado de la Casa Común perdió su definición espiritual para generar el gran problema de estos tiempos: la administración de recursos escasos para necesidades infinitas. El asunto es que, quietecitos en un lugar, los hombres pudieron acumular las cosechas en un granero para tiempos de sequía o lluvia. Pero: ¿De quién era el grano?, ¿Del hombre que agachaba la cabeza todos los días o de la mujer que cuidaba de las crías?, ¿Y si la mujer se dedicaba a las zanahorias y el hombre a las batatas?, ¿Cuántas batatas valían las lechugas de la vecina o el arado del tipo que había preferido pasarse las horas moldeando el hierro en un gran fuego? Y si le damos el maíz para que tenga pal invierno… ¿Cuánto cuesta ahora? ¿Y en invierno? ¿Y si una parte de ese trigo hay que dárselo al mono éste que habla con Dios, que organiza la comunidad, que dicta las leyes? Nació la fábula de la cigarra y la hormiga. El alimento fue más valorado que el canto. La acumulación trajo el intercambio individual, el intercambio individual el valor, el valor el precio, el precio la codicia, y la codicia la picardía o la fuerza como método de expropiación. Nacía intuitivamente en nuestras mentes y corazones la moneda, los precios, los impuestos y la tasa de interés (que no es otra cosa que el precio del tiempo). Nacía el maldito sistema financiero y las inescrutables criptomonedas.
Dice el líder kurdo Abdullah Ocalán que “el fundamento de este sistema social está en que, al ponerse en movimiento los recursos a disposición del hombre fuerte, por una rama dinástica (que luego es reemplazada por el papel del estado y los empresarios), el desarrollo alimentario y de las formas de producción generaron un sistema de clases y la consecuente urbanización. La trayectoria represiva, sanguinaria y en ocasiones genocida de este monstruo sobre el desarrollo social, así como sus facetas de explotación y esclavitud bajo las directrices de los reyes y sus instrumentos de legitimización, serán temas que se profundizarán en la historia del hombre en conjunto con el consecuente ecocidio”. De alguna forma Ocalán afirma que, con el nacimiento de la sociedad de agricultores, nacieron los “chantas”. Sacerdotes, reyes y empresarios, capaces de convencernos a través del miedo y la jerarquía, que su bien personal, es el de todas. Que su cuidado y su casa, es el común. Fueron ellos los que inventaron un Dios (un estado, una ciencia…) para justificar su primacía sobre el resto de la humanidad y la naturaleza. Y obligar a otres a construir templos y palacios, rendirles tributos e impuestos, aceptar los privilegios de una clase dominante. No solo amaestraron plantas y animales, también a sus pares. Para ello tuvieron que administrar la muerte, más allá de su significado. Fueron ellos los que ordenaron la división del trabajo, las disputas, los ejércitos y el afán de que su cultura predomine sobre otras. Son ellos la ciencia, los administradores, de nuestros recursos escasos, para sus necesidades infinitas. Dice Eugenio Carutti en su libro Inteligencia Planetaria: “Nos hemos propagado por el planeta en pequeñas bandas separadas las unas de las, tejiendo nidos autosuficientes dentro de los cuales, cada grupo creía ser el único verdaderamente humano. Cada uno de ellos, por maravilloso que parezca, expresa tan solo un aprendizaje unilateral del antiguo cerebro que evolucionó en el aislamiento. Estamos diciendo, por un lado, que los animales mentales nos envolvimos cuidadosamente en burbujas de supuestos autoprotectores y narcisistas. Por el otro, que, en este momento de la historia, estas burbujas no pueden evitar estallar “las unas contras las otras”.
Con el nacimiento de la agricultura, las civilizaciones crecieron como diques desmedidos que empezaron a chocarse. Y ante la certeza y el descuido de la vida, el otro, fue el enemigo. Entonces surgió la revancha que engordó la ambición. El increíble espectáculo de la diversidad cultural devino en matanzas que sembraron imperios. Aunque parezca increíble, esto sucedió hace solo 7 segundos y medio en la edad del universo.