POR SOFÍA ACOTTO
El turismo empresario, a través de sus promocionados beneficios como el ingreso de divisas, la generación de empleo y el atraer inversiones, convenció a estados y organizaciones de su capacidad de generar «desarrollo y crecimiento». Lo que no se cuestiona es a costa de qué y de quiénes se impone una actividad que vulnera derechos.
La palabra “extractivismo” no está en el diccionario, según advierte la Real Academia Española. Curiosamente, el término aún no ha llegado a sus oídos, pero sí a los cuerpos. Para muchos se define como un modelo de crecimiento económico basado en la primarización de las exportaciones o la venta al exterior de recursos naturales (con escaso o ningún valor agregado). Para otros, es una asociación directa con poderosas industrias multinacionales que explotan, de forma indiscriminada, los bienes naturales y los territorios, sin garantías de desarrollo, crecimiento ni preservación para las poblaciones y los ambientes explotados. Minería, hidrocarburos, industria forestal, agricultura industrial son las primeras en debatirse o celebrarse, según quien salga perjudicado o beneficiado.
El concepto de extractivismo lleva implícito el hecho de extraer, lo cual no se reduce meramente a una cuestión técnica en la que el impacto ambiental es la consecuencia más evidente. Incluye también una complejidad de orden social. Se trata de la apropiación de bienes comunes que hacen a la identidad de los territorios, sus dinámicas y formas de vida. Con consecuencias sobre lo humano, el término comienza a perder su exclusividad en las actividades primarias y se expande a nuevas “industrias” que encuentran cómodamente su faceta extractivista. El turismo, más silencioso que sus competidores, es una de ellas.
La actividad turística fue bautizada hace muchos años atrás como la “industria sin chimeneas”, haciendo alusión a su capacidad de generar ingresos a gran escala y ofreciendo una especie de salida exitosa para varios países con economías en crisis. Sin embargo, esa forma de turismo de masas no tardó demasiado en mostrar sus costuras. Grandes inversores extranjeros que obtienen beneficios a costa de las comunidades y sus bienes comunes, la contaminación y sobreexplotación del agua, el aire y el suelo (a pesar de no tener chimeneas), la transformación de las culturas locales, el encarecimiento del costo de vida, la alteración de las relaciones comunitarias, el abandono de las actividades tradicionales (como consecuencia de los nuevos usos de la tierra), son algunas de las consecuencias de un turismo que prometió riqueza y bienestar a las sociedades donde se instaló.
¿Porqué el turismo puede ser extractivista?
Si bien es considerada una economía de servicios, la actividad turística es una práctica socioeconómica que hace usufructo de los “recursos naturales y culturales” para su desenvolvimiento. El aprovechamiento de los territorios que el turismo lleva adelante no está desconectado de las políticas y modelos de desarrollo que se vienen gestando y profundizando en Argentina y la región. La dinámica extractiva tiene lugar cuando esos bienes naturales y culturales, en su carácter de atractivos turísticos, son en realidad tratados como mercancías, bajo prácticas como la apropiación y sobreexplotación. El fin es común a todo extractivismo: maximizar los beneficios económicos. ¿El medio? Una vez más, los territorios y las personas que los habitan.
Turismo y desarrollo inmobiliario: fragmentación y precariedad laboral
Una forma evidente del vínculo entre el turismo y el extractivismo se observa con el desarrollo -y especulación- inmobiliaria en manos de particulares, empresas, instituciones financieras e incluso fundaciones y organizaciones no gubernamentales, que adquieren y concentran tierras mediante diferentes tipos de inversiones que la dinámica capitalista del turismo les proporciona. Complejos de hoteles y cabañas, estancias turísticas, parques acuáticos, son algunos ejemplos de inversiones que toman el paisaje como mercancía para abastecer al turismo, que no sólo altera el medioambiente, sino que incumple las promesas de beneficios que debieran «derramar» en las comunidades locales.
Los destinos turísticos se convierten en territorios donde habitan paralelamente dos mundos: el diseñado para el turista que hace un paso fugaz y el de aquellos que realmente lo viven cotidianamente. En el medio, los separa la desigualdad que el mismo desarrollo turístico paradójicamente profundiza. La inequidad aparece cuando se unen la especulación inversionista con una demanda turística que cuenta con ingresos superiores al promedio de los habitantes locales. Esa ecuación genera una modificación de precios que recaen sobre los valores de las tierras, los alquileres, los productos básicos e insumos diarios, encareciéndose para quienes habitan los destinos todo el año.
Reconocer esta nueva forma de mercantilizar la naturaleza y la cultura de los pueblos, es una especie de alerta y punto de partida para abrir otras preguntas y plantear ciertos debates, aprovechando espacios colectivos que ya han gestado otras luchas en defensa del territorio.
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